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Blog de Mario Ortega

Sobre la ciudad (8 de 8)

Sobre la ciudad (8 de 8)

Sobre la ciudad, y 8

Entre tanto, «el poder político de las ciudades en vez de leyes y normas (ordenanzas municipales) produce visiones y proyectos estratégicos».[2] Las alucinaciones megalómanas de los alcaldables, actúan como ilusiones ópticas; muy útiles para ganar elecciones y, desde luego, para retroalimentar la destrucción de la vida ciudadana y atrofiar la auténtica actividad política, que debería ser la «pasión vital de la ciudad»[3]. Si una ciudad se destruye, se destruye el centro de la política y la política misma; y, si no hay estructura comunitaria que la sustituya aparecerá la barbarie. Cuando la ciudad, que nace completamente desarticulada, demanda servicios públicos de transporte, mejora de las redes de abastecimiento de agua y energía, acceso a las redes de conocimiento, nuevas circunvalaciones, inversiones en seguridad y servicios sociales cada vez más onerosos, los ediles gritan al gobierno autonómico y central demandando dinero e inversiones en seguridad ciudadana. Y es que, utilizadas las plusvalías fiscales por recalificación del territorio en proyectos visionarios, las fiscalidad municipal será cada vez más un instrumento recaudatorio para el parcheo en lugar de un instrumento reequilibrador y mantenedor de la cohesión social.

Cuando más de la mitad de la población mundial vive en zonas urbanizadas, la ciudad no puede declararse inocente de los problemas medioambientales que aquejan a «la tierra herida»[4].

Después de lo dicho, mirando al futuro, y reconociendo que a pesar de todo es la ciudad la madre que nos cobija, donde nos encanta vivir, porque es el lugar con más diversidad de oferta vital, y en el que podemos desarrollar nuestra vida formativa, laboral y de ocio con más garantías de éxito y placer, creo que es posible trabajar para conseguir humanizarla.

Contra la ciudad oferta turística, hemos de reivindicar la ciudad como un lugar para la convivencia, para el estímulo de relaciones solidarias con nuestros conciudadanos y con otras ciudades; amable con nosotros y con quien nos visita. Contra la ciudad compartimentada funcionalmente, necesitamos una ciudad orgánica y mezclada. Una ciudad que no se venda a los grandes grupos inversores en forma de trozos de pastel territorial, de servicios públicos privatizados, o de negocio particular. Una ciudad cuyas instituciones se preocupen no solo por la economía, sino más por la ecología. Una ciudad blanda, con jardines con tierra y árboles de gran porte en ellos y en sus calles. Una ciudad no competidora, que ayude al mantenimiento de la población activa en los pueblos próximos, en los menos próximos y en los lugares lejanos. Una ciudad autocontenida, limitada y no ambiciosa que sepa vivir sin aumentar indefinidamente su Producto Interior Bruto. Una ciudad que no se deje llevar por la «tiranía de tráfico».[5] Una ciudad donde la población se mueva en transporte público energéticamente eficaz. Una ciudad que promueva la eficiencia energética y las tecnologías no contaminantes. Una ciudad que aspire a emitir cero contaminantes y cero aguas sucias, una ciudad que autogestione sus emisiones y efluentes y ponga límite a sus inmisiones y sus consumos. Una ciudad de ciudadanos que aplique el «pensar global y actuar local» de la Declaración de Río de 1992. «Una ciudad de preguntas, y no una ciudad de respuestas.»[6] En definitiva: Una ciudad gobernada por quiénes se ocupan de todos[7] y no por quiénes se ocupan de ellos.

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[2] Paolo Perulli: Ciudad y técnica. Madrid 2005, Revista de Occidente, Nos 275, p. 41.

[3] Raimundo Viejo Viñas:En Guerra global permanente, la nueva cultura de la inseguridad. Madrid 2005, Los Libros de Catarata, p. 101.

[4] Miguel Delibes y Miguel Delibes de Castro: La Tierra herida. ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos? Barcelona 2005, Ediciones Destino.

[5] Fernando Chueca Goitia: Op. cit. Madrid 2002, Alianza, p. 208.

[6] Rafael Argullol: Diario El País, 25/09/2004.

[7] Daniel Innerarity: Diario El País, 13/12/2004. ¿Y quién se ocupa de todos?

Ilustración: Azul y gris, de Marck Rothko

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