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Blog de Mario Ortega

Sobre la ciudad (5 de 8)

Sobre la ciudad (5 de 8)

Sobre la ciudad 5

En tanto las industrias manufactureras se deslocalizan, en la ciudad consumista en la que vivimos, la ciudadanía se transforma en masa consumidora. De ahí que las asociaciones de consumidores sean cada vez más influyentes, y que la legislación en materia de consumo sea cada vez más gruesa. No existe aún conciencia de la importancia de está transformación conceptual que afecta al residente de la ciudad. La disminución de la calidad democrática tiene que ver con un decremento de la participación política como ciudadanos y un incremento de nuestras intervenciones como demandantes de servicios y mercancías. El paso de ciudadano a consumidor es un nuevo triunfo del liberalismo económico. Frente a la defensa de la calidad de vida para todos y la igualdad social, aparece la defensa del acceso a las mercancías y la bajada de precios como propuestas indiscutidas por la práctica totalidad del espectro político. Una concepción integradora nunca antepondría la figura del consumidor a la del ciudadano. Los derechos de los consumidores no deberían ser más que derechos ciudadanos compatibles con el derecho a una vida digna del resto de la humanidad y del resto de la comunidad biótica en un medioambiente diverso, saludable y equilibrado. La ciudad de hoy es una entidad voraz. Su crecimiento se debe más al consumo que a la producción. Consumir es un acto inmediato, en esencia no contemplativo, mecánico, individualista. Quién consume no piensa. El consumidor es la antítesis del filósofo, se cree libre para elegir encerrado en los templos luminosos de los grandes centros comerciales. Exigir gasolina barata y «considerar el atiborrarse de langostinos en navidad como un derecho adquirido irrenunciable»[1] son posiciones antisociales, insostenibles y germinalmente totalitarias.

La planificación urbana pretende responder a la necesidad de crecimiento inducida por la fuerza atractiva gravitacional que ejerce la potencia comercial y consumista del mundo urbano. La ciudad siempre crece contra el campo. Así el campo deja de ser naturaleza indómita o lugar agrícola, para convertirse en espacio potencial de urbanización del territorio, un lugar, como si dijéramos, a medio camino entre la naturaleza no intervenida y el mundo del artificio que es hoy la gran ciudad. El soporte del crecimiento físico de las ciudades es el suelo. Durante muchos años no se ha visto el límite de crecimiento de la ciudad, no podíamos intuir, siquiera su existencia. La idea idílica de una naturaleza con abundantes recursos y la inconsciencia de que nuestras actuaciones en el medio natural podían tener efectos negativos en nuestra calidad de vida y en nuestra supervivencia como especie es relativamente reciente, a mediados del siglo pasado algunos pensadores comienzan a vislumbrar las consecuencias nefastas de un racionalismo económico que considera todo lo natural como si no tuviera valor de stock o coste de reposición, y que utiliza la tierra, el agua y el aire como infinitos vertederos de nuestros más variados desechos. Y aquí, en los efectos y la consideración del valor para la vida de la condición de posibilidad que es el medio en que nos desenvolvemos, no hubo distinción entre el racionalismo comunista y el mercantilista.

Empujadas por el modelo desarrollista, las ciudades crecen, y en un proceso mimético, favorecido por la demanda de suelo urbano en sus proximidades, crecen también los pueblos de su entorno próximo. Así, lo que primero se llamó cinturón luego será área metropolitana y, pocos años más tarde tomará el nombre de metrópoli. En este proceso expansivo los diferentes precios del suelo, según las zonas, estratifican el mercado inmobiliario y compartimentan el espacio de las ciudades en función del nivel de renta de sus habitantes. Los barrios vívideros son, desde su origen, burbujas que agrupan franjas de nivel de renta.

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[1] Jorge Riechman: Un adiós para los astronautas. Sobre ecología, límites y la conquista del espacio exterior. Lanzarote-Islas Canarias 2004, Fundación César Manrique, p. 86.

Ilustración: Antígona saliendo de palacio, de Jackson Polock

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